lunes, 9 de diciembre de 2013


Las finas huellas del ser querido

Casi todos nosotros sabemos sentir la fuerza de las relaciones, por intangibles que se nos presenten: la vieja casa donde discurrió la infancia, la improvisada escuelita, el primer juguete regio cargado de fantasías. De tentativos y platónicos amoríos, no se diga.

Estas relaciones, indelebles per se, nos visitaron una vez y se apropiaron de nosotros cual invasor que busca albergue para cubrir su propia soledad. Tal es el caso de nuestra Motica, un gran perro chiquito que vivió con nosotros para encanto de todos. Le puse Motica por su frondosa e incipiente pelambre, acabadito de nacer, y es que a primera vista se dificultaba reconocerle su parte frontal de su trasera.

Así de peludo era Motica. Luego vino el encariñamiento, sus retozos y travesuras, el perfeccionamiento de sus negricirculares ojazos, sus recortadas paticas traseras en perfecta armonía con su mermada y chucuta cola.

Bueno, Motica se hizo querer y también nos quiso mucho, a su manera, por supuesto. Y fue así cómo quedaron en nuestras vidas las firmes, dulces y amorosas huellas, tan hondamente puestas, que a todos los perritos que le sucedieron, luego de su muerte natural, les seguimos llamando Motica, a pesar de haberles dado muy diferentes nombres.

Estoy hablando de ese ser querido, de las finas huellas   de aquel hijo de Edil quien hubo de dejarnos las suyas propias y prolongadas en sus encantadores descendientes, a tal punto de que hoy sigo arrepentido por ese despectivo nombre con que la bauticé para expresar así mi descontento con tanta inservibilidad burocrática y edilicia de la que sí no quisiera recordarme.

No hay comentarios:

Publicar un comentario